Entre aquellos escritores había un cordobés que tenía una sensibilidad asombrosa para las imágenes y que en cada cuento mostraba una desbordante amplitud de estrategias y resoluciones: con La hora de los monos, Federico Falco alcanzó un lugar preponderante en la generación de escritores que integra. Los cuentos de ese libro —entre los que se destaca “Los días que duró el incendio”, que, a modo de tragedia griega, narra la cacería de un violador serial— recorren, al decir de Beatriz Sarlo, el borde entre la normalidad y la enajenación.
Después vinieron 222 patitos, Un cementerio perfecto y la nouvelle Cielos de Córdoba. La ira de los primeros cuentos se fue aplacando y fue ganando en profundidad y en complejidad. Cada libro de Falco es un salto y el último gran salto —hasta ahora— es el que dio con Los llanos, la novela con la que fue finalista del Premio Herralde 2020.
Los llanos es una novela única. La trama es de una sencillez descarnada que la hace todavía más desbordante y aguda, porque cuenta mes a mes la historia de un hombre que, luego de una ruptura con su pareja, decide mudarse a una casa de campo en busca de reconstruirse. El protagonista es un escritor en crisis al que se le rompió el futuro y sólo se ocupa de sembrar y cosechar en la huerta las verduras que va a comer. Una mirada al amor, la literatura, el arte y la vida entre lechugas, mata hormigas y tinglados. De cierta manera, Los llanos recuerda a esos cuentos falsamente simples de Hebe Uhart.
Para saber lo que es la soledad
En un diálogo por videoconferencia, Federico Falco habló con Infobae de Los Llanos y de ese protagonista que se esconde para lamerse las heridas. “Por eso tomé la decisión que no tuviera acceso a redes ni antenas de telefonía, que estuviera incomunicado. La figura del ermitaño me atrae mucho. Ya había aparecido en otros libros míos anteriores, en algunos cuentos. Quería pensar en esa figura”.
—El protagonista está tan dolorido que no puede escribir. En tu rol de escritor, ¿qué función cumple la escritura?
—Quisiera cerrar la pregunta anterior con esta idea: la escritura es un lugar de soledad. Y también lo es la lectura, aunque es cierto que en cierta medida se puede socializar, se puede leer en voz alta. Lectura y escritura es un diálogo de dos soledades que se ponen en contacto. Para mí, la escritura es una práctica, es algo que hago todos los días. Es una pregunta que me hice mucho, sobre todo cuando terminaba de escribir Un cementerio perfecto, porque pasé por una especie de crisis con la escritura, y ahí fue que encontré esa respuesta. Es una práctica que se sostiene desde el deseo y el bienestar. Hay gente que sale a correr o va al gimnasio, yo trato de escribir.
—¿Qué ansiedades te provoca la práctica de la escritura?
—El personaje de la novela había armado un relato de lo que iba a ser su vida y de pronto se le desarma y deja de creer. Yo no sé si, como decís, deja de escribir por el dolor, o si, en realidad, está dolorido porque perdió la fe en eso que creía. Es un estado sumamente desesperante. Nunca me pasó no tener ganas de escribir o dejar de creer en la escritura. Pero, ¿qué hago si me pasa? Esa es una gran fuente de ansiedad. Por otro lado, si pensamos en escribir como una búsqueda de estructuras que se cierren sobre sí mismas, lo que genera ansiedad es estar haciendo algo que no sabés qué forma va a tener o si va a tener sentido. Algunas veces me he hecho trampas a mí mismo buscando maneras posibles de cerrar un cuento para sacarme el problema de encima. Sabía que no era la mejor manera de cerrarlo, pero era la que necesitaba para calmar la ansiedad. El placer de la escritura se desarma ahí. A partir de eso empecé a pensar en la escritura como práctica, y a tener confianza en que, en algún momento, lo que escribo se va a armar.
—El protagonista está en una suerte de presente continuo. Caídos los relatos, que, en punto, son construcciones del pasado imaginando el futuro, lo único que tiene es el presente.
—De hecho, era algo en lo que pensaba un montón. Cuando uno se piensa como relato, tiene que asumir que tuvo un recorrido y elegir ciertas cosas del pasado para contarlas. Pero lo que sucede, y creo que es lo que nos ayuda a vivir el día a día, es que ese relato del pasado también nos arma un futuro. Estamos acostumbrados a consumir relatos que implican un futuro. El relato del futuro nos tranquiliza. Pero entonces puede pasar que salgamos a la calle ¡y nos pise un camión! Y ese hecho no va a tener ninguna lógica narrativa. Lo que le pasa al personaje de mi novela tiene que ver con la tensión entre el arte y la vida: el arte tiene una forma estética, pero, si tratamos de apropiarnos de esa forma para la vida, lo más probable es que termine mal, porque la vida no tiene forma.
Un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado
—La pregunta obvia para hacerte es la comparación entre el escritor y el sembrador.
—Hay un tópico que aparece mucho en la literatura, que tiene que ver con eso de que cultivar un jardín es como cultivarse a sí mismo. Es una comparación fructífera, sobre todo porque pensaba que hay dos fuerzas en diálogo en la novela: aquello que se puede controlar y aquello que no se puede controlar, el control y el descontrol. La escritura puede dar una idea de control total; una posible relación con el lenguaje y la escritura implica el control sobre las cosas: poder nombrarlas, decirlas, ponerles una etiqueta, encontrarles un sentido, armarles un relato. Pero, como decía antes sobres la tensión entre arte y vida, si en la escritura está el arte, en la huerta aparece la idea de la vida. En la huerta uno siembra y a veces sale bien y a veces no, a veces la semilla es buena, a veces se la comen las hormigas, a veces llueve mucho o llueve poco. Me interesaba que el recorrido del personaje fuera desde el lugar de control de la escritura a otro donde debe aceptar que no se pueden controlar mucho. Y que la escritura puede ser también una manera de acercarse a esas ciertas zonas de lo imprevisto, de lo azaroso, de lo que se descontrola por sí mismo.
—¿Y la figura del lector? Porque el protagonista va contando sus lecturas y arma una suerte de canon, que llamativamente es muy actual, y desde Anne Carson a Félix Bruzzone.
—Volviendo al comienzo de la entrevista, en un momento me abrumaba la soledad del personaje y, sobre todo, me abrumaba narrar esa cotidianidad en soledad. Hace tres o cuatro años me preguntaba qué hace la gente que está sola todo el día. Bueno, el 2020 se encargó de contestármelo, pero era algo que en aquel entonces no sabía y ahí apareció la idea de que se mudara con su biblioteca al campo. Me pareció una imagen súper linda y estaba bueno que pudiera ir sacando los libros y releyendo cosas. La lectura cumple un rol súper importante en mi vida —y en la de mucha gente— y tiene que ver con la compañía, con el encuentro con ciertos autores. Es algo que me ha pasado un montón de veces: cae el libro correcto en el momento en que lo necesitás y de pronto hay un encuentro muy misterioso con alguien que es de otro país, de otra lengua, de otro siglo, pero que en la lectura funciona. Te encontrás con el otro, te está hablando a vos.
—¿Qué aprendiste como narrador al escribir una novela?
—Creo que la novela me permitió cierto ejercicio de la libertad para soltar las estructuras más fuertes del cuento. Me encantaría decir que lo aprendí, pero no sé. Ojalá que en lo próximo que escriba quede incorporado. La corrección del cuento tiene que ver con suprimir: “Esto no forma parte de esta historia”. En cambio, al editar esta novela todo el tiempo sentía: “Esto forma parte de esta historia, pero hay que encontrarle un lugar”. Esa fue una de las cosas que más disfruté: que en la novela hubiera espacio para todo y que en ese espacio se pudieran hacer muchas más cosas. Digo todo esto recalcando que el cuento es un género que me gusta y que disfruto mucho. Me gustaría incorporar la libertad de la novela y retomarla en los cuentos.